Pobreza y riqueza se juntan en la calle y cada vez se difuminan más los límite entre los extremos, confundiéndonos sobre en cuál de ellos nos encontramos. Muchos norteamericanos han decidido considerarse ricos por el simple hecho de ser norteamericanos. La ecuación es esta: POBREZA + AUTOENGAÑO= PSEUDO FELICIDAD
Pero esta vez nos equivocaríamos. Nosotros seríamos inconsistentes si creyéremos que el 39% de los norteamericanos forma parte del 1% más rico”, pero eso es bien distinto de que cada uno de esos americanos crea formar parte de ese 1%. Están equivocados; locos, no. Su creencia no es menos falsa que las muchas mentiras con las que engrasamos nuestras vidas. Le ocurre a casi todos los gobernantes. Sólo prestan atención a la información compatible con sus tesis y, casi siempre, acaban por considerarse providenciales. Incluso le ocurre a bastantes científicos a la hora de ponderar los resultados experimentales o la fecundidad de sus conjeturas. En realidad, nos pasa a todos. Pensamos que nosotros, nuestras parejas o nuestros amigos somos excepcionalmente listos, guapos y divertidos. Necesitamos creernos nuestra biografía. Las patrañas nos permiten acomodar nuestras ideas acerca de cómo deberían ser las cosas o cómo nos gustarían que fueran con una realidad alejada de nuestros anhelos y aspiraciones. Lo mostraron en su día los psicólogos sociales y hoy lo avalan los neurólogos en sus experimentos con pacientes con el cerebro dividido, cuyo hemisferio izquierdo no sabe lo que hace su hemisferio derecho: cuando éste, siguiendo instrucciones de los investigadores, desencadena cierta acción, el otro hemisferio, ante la pregunta de por qué la persona hace lo que hace, se ve “obligado” a darle sentido, a inventarse una “explicación”. Según parece somos máquinas que necesitan contarse cuentos. Ahí encuentra su ancla biológica la religión y, según algunos, el amor.
El culpable de todo ésto. Y el que permite que reflexionemos sobre el gran engaño en el que caen (caemos) todos sin remedio.
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